Pedro Santos e Silva

Los museos nunca han sido una prioridad para la clase dirigente catalana. Ya en tiempos del apogeo de la burguesía industrial barcelonesa, a finales del s. XIX y principios del s. XX, nuestra gens bien prefería destinar más recursos a paliar el horror vacui de las fachadas, que a atesorar colecciones de arte que legar a las generaciones venideras. De esta afirmación pueden exceptuarse la colección de las familias Cambó o Plandiura, que han podido llegar a nuestros días, si bien por vicisitudes más bien ajenas a la proactividad de las instituciones públicas.

En comparación con otras grandes ciudades europeas, puede decirse que el panorama museístico barcelonés es modesto en fondos y recursos. Por un lado, es cierto que buena parte de los grandes museos y pinacotecas europeos se nutren de antiguas colecciones reales, como es el caso del Museo del Prado, mientras que los centros barceloneses han tenido una formación de colecciones mucho más convulsa y aleatoria.

Por otro lado, el transcurso de más de cuarenta años de democracia y de gestión de lo propio tampoco han permitido un cambio de paradigma cultural y museístico que pudiera revertir esa desventaja histórica: la dotación presupuestaria del Departament de Cultura para el año 2020 no supera la de hace diez años, justo antes de lo recortes, y se limita al 0,7% del presupuesto de la Generalitat, cuando buena parte de los países de Europa occidental destinan entre el 1,5% y el 2% de su horquilla presupuestaria a estos efectos. Por si lo anterior no fuera suficiente, la partida presupuestaria destinada a la política activa de compra de arte se limita a apenas 1,3 millones de euros, una cantidad a todas luces insuficiente para ampliar y actualizar las colecciones de los museos públicos, y así promover la aparición de nuevos artistas emergentes o evitar la pérdida en subastas de piezas artísticas de valor estratégico e interés público.

La dotación presupuestaria del Departament de Cultura para el año 2020 no supera la de hace diez años, justo antes de lo recortes, y se limita al 0,7% del presupuesto de la Generalitat.

Otro de los principales problemas del panorama museístico en Barcelona es el excesivo protagonismo de la iniciativa privada. En la última década, las grandes exposiciones han sido capitaneadas por fundaciones privadas y vinculadas al gran capital, como Caixaforum o la Fundación Mapfre, circunstancia que han aprovechado los responsables públicos del sector cultural para mantener invariablemente exiguas las dotaciones presupuestarias de los museos de titularidad pública de la ciudad. No obstante, y aunque no deja de ser positivo que las grandes empresas asuman la divulgación artística como eje de sus políticas de responsabilidad corporativa, estas no deberían ser las responsables de mantener a la ciudad dentro del circuito artístico europeo.

El claro síntoma de la falta de estrategia cultural pública y de la progresiva privatización museística de Barcelona, capital internacional del modernismo, lo arroja el hecho de que la ciudad no tenga un museo público dedicado a su estilo artístico por antonomasia. Sin embargo, existe desde 2010 el Museo del Modernismo Catalán, de iniciativa privada, cuyas obras podrían ser vendidas, perdidas o exportadas en cualquier momento por razón de su titularidad, dejando un daño cultural irreparable para la ciudad.

Una suerte similar podrían correr las obras custodiadas por la Fundación Joan Miró, también de titularidad privada, cuya financiación depende mayoritariamente de la facturación de entradas. De esta forma, un patrimonio cultural de incalculable valor queda sometido al arbitrio de las leyes del mercado y de contingencias imprevisibles como la pandemia de la COVID-19, que han dejado a uno de los centros culturales más relevantes de la ciudad condal al borde del cierre.

El claro síntoma de la falta de estrategia cultural pública y de la progresiva privatización museística de Barcelona, capital internacional del modernismo, lo arroja el hecho de que la ciudad no tenga un museo público dedicado a su estilo artístico por antonomasia.

La externalización injustificada del deber público de promover la divulgación artística tiene un componente perverso. Buena parte de las exposiciones que se realizan en las referidas fundaciones son alquiladas e itinerantes, y muchas veces carecen de cualquier tipo de vínculo cultural, histórico o humano con la ciudad. Asimismo, bajo estas exposiciones subyace muchas veces un interés especulativo sobre las obras expuestas, mayoritariamente en manos privadas, para que estas se revaloricen y puedan ser subastadas posteriormente por un mayor valor. De esta forma, los centros culturales barceloneses se han convertido en meros transistores de aquello que se produce o produjo en otros lugares, perdiendo su esencia como altavoz de la cultura local.

Como es evidente, las exposiciones organizadas por las instituciones privadas siguen intereses y motivaciones muy distintas a las exposiciones públicas. En las primeras, se suele preferir lo efectista a lo reflexivo, y lo comercial a lo povero: el criterio de facturación prima sobre la divulgación y el debate cultural que se pueda generar. Esta circunstancia, sumada a la falta de liderazgo público, provoca la pérdida de toda posibilidad de generar narrativas locales que puedan dar voz a los artistas de la ciudad, y la ausencia de coordinación entre los museos de la ciudad impide brotar una infinitud de diálogos artísticos posibles sobre lo endémico y lo pandémico.

No obstante, los museos deberían ser auténticos organismos dinámicos en cualquier ciudad que quiera tener voz en este nuevo mundo, orientado y dirigido cada vez más por lo citadino que por lo estatal. Las obras de nuestros museos deben poder viajar y dar a conocer la producción artística de nuestra ciudad, y sus salones deben poder recibir las de otros lugares lejanos para fomentar la formación artística transversal y el debate cultural entre ciudades y sus diversas manifestaciones artísticas.

Dotar a los museos de Barcelona de los recursos que necesitan para cumplir su función social no debería ser un capricho bohemio, sino parte de una estrategia comprensiva de transformación económica de la ciudad.

La necesidad de adoptar una estrategia global para los museos es crucial para la renovación que va a experimentar la ciudad tras la resaca de los excesos del turismo, súbitamente interrumpidos por la pandemia, y cuyos brotes verdes empiezan a coger forma con la llegada de novedosos planteamientos urbanísticos, tal y como os adelantaba Raquel Sanz en su artículo publicado en Contras-t.

Dotar a los museos de Barcelona de los recursos que necesitan para cumplir su función social no debería ser un capricho bohemio, sino parte de una estrategia comprensiva de transformación económica de la ciudad. Los museos son capaces de generar un enorme impacto en la economía: a título de ejemplo, en enero de este año fue publicado un informe por una consultoría independiente en el que se reveló que el Museo del Prado genera cada año más de 745 millones de euros para la economía española. Para entender la magnitud de esa cifra, baste decir que el presupuesto del área de cultura de la Generalitat para 2020 ascendía a 240 millones de euros.

Los museos son mucho más que custodios de objetos consagrados civilmente: juegan un papel esencial en la industria del arte y como puntales del pensamiento crítico, legitiman la producción artística local como cúspide aspiracional para los artistas, y ayudan a forjar la identidad cultural mediante su estrategia de exposiciones, compra de piezas y publicaciones.

En definitiva, adoptar una nueva estrategia para los museos de Barcelona permitiría reactivar la menguante industria cultural de la ciudad, retener su capital artístico humano y material, promover el coleccionismo y las galerías de arte y sin duda, fomentar un turismo de calidad con alto valor añadido para la ciudad.


Pedro Santos e Silva, graduat en Dret i Economia a la Universitat Pompeu Fabra. Membre de deba-t.org des del 2015.