Sancho Pérez Hernández
Uno de mis placeres favoritos desde que conocí Madrid, allá por 2016, es pasear a la luz del atardecer por las siempre sorprendentes calles de esta ciudad. A este propósito, recuerdo caminar una tarde por la Puerta del Sol y observar con asombro que una de las estaciones de metro principales había mutado de nombre, pasando a llamarse Vodafone Sol. Algo se despertó en mi interior que me llevó a rechazar este cambio. Y no precisamente por ser yo amante del conservadurismo, sino porque entendía el cambio de denominación como la desautorizada invasión de la marca en mi vida más cotidiana a través de la corrupción de un bien que teóricamente nos pertenece a todos. A partir de este ejemplo, quiero hoy invitaros a reflexionar sobre qué se puede y qué no se puede comprar, sobre lo que debería o no debería poder comprarse y sobre los riesgos éticos y morales que asumimos si permitimos que todo tenga un precio.
El paradigma capitalista bajo el que vivimos ha sido objeto de debate constante por parte de los entornos académicos y públicos de la palabra y su libre o no tan libre intercambio. Llegados a este punto, es mandatorio poner la mira en los excesos del sistema en términos de valores, pero siempre sin despreciar el éxito que este modelo de organización productiva y social ha supuesto para el avance y progreso de nuestras sociedades, sobre todo en términos comparados.
Con más énfasis desde la difusión del paradigma neoliberal, hemos profesado como sociedad una sucedánea incuestionable fe por el mercado, incluso en momentos de hundimiento económico particular y general.
Precisamente, es este desarrollo el que ha encumbrado el capitalismo a la categoría de semideidad en nuestro imaginario colectivo. Con más énfasis desde la difusión del paradigma neoliberal, hemos profesado como sociedad una sucedánea incuestionable fe por el mercado, incluso en momentos de hundimiento económico particular y general. En cierto sentido, recuerda esto a la charla recurrente que cualquier ateo profeso podría tener con cualquier cristiano acérrimo en la búsqueda de una explicación a todas las tragedias que diariamente suceden a nuestro alrededor y que siempre se saldan con la exculpación de Dios y la promesa de un ulterior bienestar o aprendizaje que emana de la catástrofe. Sustituyendo al Mesías por el Mercado, hemos caído como sociedad en esta profesión de fe capitalista en un intento de salvaguardar nuestro sistema productivo ante cualquier vendaval que pudiera ponerlo en jaque. En momentos de crisis o depresión, la crítica social se ha dirigido a los gobiernos, a las instituciones o incluso a la naturaleza humana como causantes de la hecatombe, pero sistemáticamente ha evitado apuntar al sistema como defectuoso.
Para ser honestos, en ocasiones sí se ha señalado a las dinámicas del capitalismo como el origen de los problemas, pero siempre desde un plano puramente descriptivo que tiene como trasfondo la transmutación del sistema como constructo artificial en un objeto natural. Así, la crítica social rechaza dirigirse a la posible consciente reforma o sustitución del sistema para en su lugar caer en una autoimpuesta e ineludible aceptación del mismo. Esta postulación del capitalismo en términos de semideidad o, siendo menos exigentes, de objeto natural, es precisamente lo que ha permitido su extensión y difusión en ámbitos hasta entonces ajenos al mismo.
En su libro Lo que el dinero no puede comprar, el reconocido filósofo contemporáneo Michael Sandel aborda la recurrente entrada del mercado en las últimas décadas de capitalismo feroz en terrenos que hasta entonces habrían estado reservados para lo moral o lo social normativamente hablando. De este modo, nos enfrenta a situaciones que inadvertidamente suceden en nuestras sociedades y nos conduce a reflexionar sobre su deseabilidad. Comentaré dos de ellas a modo de ejemplo.
Desde la economía de la educación, es recurrente el estudio del efecto causal de la escolarización a edades tempranas en los futuros ingresos del individuo. Así, se han observado significantes ganancias en los prospectivos salarios del trabajador derivadas de haber leído un número sustancial de libros a edades tempranas. Cómo poder incentivar a los niños para que lean también ha sido estudiado por esta rama de la economía y, en este caso concreto, se ha propuesto, entre otras, la posibilidad de que un incentivo económico pudiese servir para este propósito. En otras palabras, pagar a los niños a cambio de que lean libros. El éxito de esta herramienta está obviamente fundamentado en llevar a los más pequeños la idea de la escuela neoclásica, ya desarrollada por John Stuart Mill, del homo economicus; un individuo racional que siempre busca la maximización de sus beneficios. En este caso, un niño que decidiría darse a la lectura si el coste de hacerlo, en esta ocasión temporal o de oportunidad, es menor que los ingresos que obtendría de ello.
Se hace crucial la defensa de la amistad como un ideal, un valor fundamental que, entendido en términos de confianza, cariño y bienestar, sea imposible de mercantilizar
Sin embargo, hay algo que debería preocuparnos en esta teorización. En primer lugar, podríamos plantearnos si verdaderamente los niños entienden el mundo en términos puramente económicos o hay otras reglas que les guían. En segundo lugar, podríamos reflexionar sobre si realmente queremos transmitir el mensaje a los niños de la primacía del beneficio económico en la lectura frente al valor intrínseco del leer. Comúnmente, los modelos económicos sobre interacciones mercantiles asumen que los bienes no pierden su naturaleza al ser intercambiados en el mercado. Su precio podrá fluctuar, podrá depreciarse, pero no dejarán de ser esos objetos que un día fueron introducidos en el mercado. Sin embargo, estos terrenos pantanosos en los que el dinero ha hecho su aparición nos animan a pensar lo contrario. El hecho de que un niño haga uso de la lectura a cambio de un beneficio económico choca por completo con el valor educativo de la lectura, trastocando su función en el proceso educativo. De este modo, el mercado allana nuestro sistema de valores por este costado e introduce la maximización de la utilidad como el criterio que debe reinar la actividad de la lectura, que se desnaturaliza y se transmuta en un trabajo más. Socialmente, parece que hemos concordado con la prohibición del trabajo infantil en todas sus vertientes. ¿Debe entonces permitirse que los niños se conviertan en mini obreros-lectores bajo el amparo del sistema público educativo? ¿Puede llegar a descubrirse el placer de la lectura por la lectura cuando introducimos la motivación económica en la ecuación?
Otro caso sorprendente es el mercado del alquiler de la amistad que se ha desarrollado recientemente en Japón. Por un módico precio, puedes conseguir que tus conciudadanos se comporten como amigos durante un determinado período de tiempo y te acompañen allá donde vayas. Una vez más, un valor fundamental como la amistad entra en el mercado y se desnaturaliza al tiempo que se introduce en este. Frente a esto, se hace crucial la defensa de la amistad como un ideal, un valor fundamental que, entendido en términos de confianza, cariño y bienestar, sea imposible de mercantilizar. Y no solo de la amistad, sino de todos los demás valores que suponen el eje motor de nuestras vidas. Debemos gritar como sociedad al estilo de Groucho Marx un “ESTOS SON MIS VALORES, SI NO LE GUSTAN, NO TENGO OTROS” frente a todos los intentos de difusión del mercado en estos ámbitos que nos definen como personas y sociedad. Solo así podremos evitar que nuestro día a día se convierta en un escaparate publicitario, que nuestras motivaciones y relaciones se limiten a la acumulación de papel moneda y que con ello nuestro concepto de felicidad se reduzca a una dimensión puramente económica como colofón del, en este punto ya, bestseller Del mercado de Troya y la silenciosa econodestrucción de lo humano.
Sancho Pérez Hernández és graduat en Filosofia, Política i Economia per la Universitat Pompeu Fabra, la Universidad Autónoma de Madrid i la Universidad Carlos III de Madrid. Membre de deba-t.org des de gener del 2017.