El primer Orgullo no fue un desfile ni una fiesta. Fue una revuelta. En la madrugada del 28 de junio de 1969, una redada policial contra el pequeño pub Stonewall Inn, ubicado en el barrio neoyorkino de Greenwich Village, marcaría el inicio de una lucha histórica. La lucha de la comunidad integrada por lesbianas, gais, bisexuales y trans a favor de la igualdad, el respeto y la dignidad humana.

El Stonewall Inn era un local frecuentado por personas perseguidas por su orientación sexual o su identidad de género con el beneplácito del gobierno estadounidense hace apenas cincuenta años. Estas personas se escondían de la discriminación, las ofensas, el odio, las agresiones y el rechazo que sufrían en su vida diaria. No obstante, la represión sufrida aquella noche fue el detonante decisivo para quienes reivindicaban el derecho a ser quien eran sin miedo.

A diferencia de lo que sucedía rutinariamente, esa madrugada la redada no se desarrolló como esperaban los agentes de seguridad. Las personas congregadas dentro del Stonewall se negaron a mostrar su identificación y desobedecieron las órdenes de la policía. La rabia acumulada durante años se transformó en resistencia a la autoridad y se desató una guerra callejera entre las fuerzas del orden y quienes pretendían luchar contra una persecución sistemática. Esta rebelión aparentemente insignificante, conocida como “los disturbios de Stonewall”, supuso un estallido definitivo para la lucha del colectivo LGTB y dio lugar a la celebración a nivel internacional de la manifestación del Orgullo.

Yo también pensaba que las etiquetas no sirven para nada. Había oído tantas veces que “definirse es limitarse” que terminé por creérmelo. “Todos somos personas”, me decía. Sin embargo, el origen del Orgullo nos enseña la importancia de reivindicar las etiquetas. Las personas que aquella madrugada de 1969 fueron perseguidas, aporreadas, acosadas y detenidas por las fuerzas policiales no sufrieron tal represión por ser meramente personas, sino por ser trans, homosexuales y bisexuales. No podemos ignorar que las razones por las cuales padecieron esta discriminación eran su orientación sexual o su identidad de género.

El problema no es ser diferente, sino que nos traten diferente por el hecho de ser quien somos cada vez que un niño gay sufre bullying en el colegio “por maricón”, una pareja de lesbianas es agredida por la calle al grito de “bolleras de mierda”, un hombre trans es llamado “marimacho” de forma despectiva o una mujer bisexual es tachada de “viciosa” por su familia. Mientras esto siga sucediendo, debemos reivindicar las etiquetas. Las etiquetas son el arma que nos permite poner el foco en las víctimas de esta discriminación para que las personas sean conscientes, las sociedades cambien y los gobiernos actúen.

Una etiqueta no te limita, te empodera. La lucha del colectivo LGTB es la transformación de millones de realidades individuales en una acción colectiva por la libertad. La historia nos demuestra que juntos somos más fuertes. Las etiquetas nos otorgan visibilidad frente a quienes quieren silenciarnos y normalizan nuestra existencia frente a quienes nos la niegan. Una etiqueta no te limita porque no es lo único que te define. La palabra homosexual, por ejemplo, únicamente se refiere a quienes sienten atracción por personas de su mismo género. Nada más. Aparte de ello, cada persona tiene diferentes aficiones, inquietudes y gustos. Los prejuicios, en realidad, solo son un verdadero problema para quien los tiene.

Las etiquetas por las que nos discriminan deben convertirse en orgullo. La visibilización de las diferentes orientaciones sexuales e identidades de género y la normalización de la diversidad sexual es una cuestión clave para el progreso social. Por un lado, una persona homosexual, bisexual o trans comprenderá que no está sola. Por otro lado, una persona heterosexual entenderá que vive en una sociedad plural y aprenderá valores como el respeto y la tolerancia. Las etiquetas permiten a la comunidad LGTB combatir la cisheteronormatividad y reivindicar algo tan sencillo como su espacio dentro de la sociedad.

El origen del Orgullo, de hecho, tiene nombre de mujer trans, drag queen, racializada y prostituta. Las activistas Marsha P. Johnson, drag queen afroamericana, y Sylvia Rivera, mujer trans latina, lideraron “los disturbios de Stonewall” y convirtieron aquello por lo que querían humillarlas en bandera de la revolución sexual. Por esta razón, dentro de colectivos oprimidos como el LGTB, existe una tradición que consiste en reapropiarnos de aquellos insultos que emplean para estigmatizarnos. Esta estrategia desmonta los ataques de odio y los convierte en una reivindicación política dejando claro que no sentimos vergüenza de lo que somos. Porque no solo estamos orgullosas de ser bisexuales, trans y homosexuales, sino también de ser bolleras, maricones, viciosas y marimachos.

El Orgullo es un compromiso histórico con Marsha, Sylvia y todas las personas que se rebelaron para que hoy podamos ser un poco más libres. La historia les ha dado la razón y, cinco décadas más tarde, nuestro orgullo es más fuerte que cualquier odio. Mientras haya personas homosexuales, bisexuales y trans encerradas en campos de concentración en Chechenia, condenadas a muerte en Arabia Saudí o siendo agredidas física y verbalmente en cualquier parte de Europa, seguiremos luchando. El Orgullo es la reivindicación de las etiquetas, de nuestro derecho a ser quien somos. Sin miedo. No pararemos hasta que llegue el día en el que podamos quemar todos los armarios.


Javier Castillo Coronas, estudiant de Periodisme i Ciències Polítiques a la Universitat Pompeu Fabra. Membre de deba-t.org des del febrer de 2019.