Más allá de debates sobre la capacidad de supervivencia del modelo político actual, los procesos de integración europea o el final de los estados del bienestar en Europa, lo cierto es que la política ha cambiado, y está cambiando. Resulta necesario, por tanto, abordar los asuntos que puedan tener algún interés en la nueva, aunque paradójicamente estática, sociedad occidental. En este artículo pretendo ahondar en una de estas cuestiones. En concreto, en la relación entre la democracia liberal y los partidos políticos o, dicho de otro modo, en el vínculo entre la calidad democrática y el funcionamiento interno de los partidos. La intención no es otra que la de ofrecer una perspectiva sintética y precisa de los mecanismos necesarios para asegurar la máxima limpieza, transparencia y justicia democrática dentro del sistema de partidos.

Asumo como imprescindible un paso metodológico previo: una exposición conceptual de lo que debe, o no, entenderse como Democracia; en un sentido amplio y desde un punto de vista normativo. La vida académica me ha enseñado que los politólogos tienen la arraigada costumbre de entender que aquello que es, debe también ser. Sin embargo, y sin entrar en discusiones filosóficas, esto es útil pero está falto de realismo. Dicha deriva se explica por la necesidad de analizar en términos mínimos y cerrados los aspectos definitorios de los sistemas políticos, ya que de otro modo es imposible llegar empíricamente a conclusiones generales. No obstante, una inspección profunda exige una definición maximalista o idealista de Democracia, puesto que proporciona capacidad de análisis en detalle y la detección de fallas éticas. Dentro de aquellos que aportan una definición procedimental de Democracia -es decir, minimalista- están, entre muchos otros, teóricos como Shumpeter, Lipset y Przeworski, mientras que del lado de los idealistas podemos encontrar a Dahl, Crouch o Linz, aunque este último acostumbra a asociar elementos abstractos, y por tanto no abarcables, con cuantificables. La linea discursiva de este documento se valdrá -no en exclusiva- de una perspectiva idealizada de Democracia, entendida en base a los principios lanzados por el estadounidense Robert A. Dahl.

Robert A. Dahl

Robert A. Dahl, catedrático emérito de ciencia política de la Universidad de Yale

Para este autor, la Democracia se caracteriza por ser aquel sistema político que garantiza la igualdad política a quienes participan del funcionamiento socio-económico de cualquier organización humana; en su obra establece la existencia de cinco criterios en virtud de los cuales puede darse la igualdad política efectiva. El primero de ellos es la participación efectiva, dicha implica que todos los ciudadanos son capaces de interactuar directamente con la toma de decisiones, o bien, de un modo más restringido, a través de sus interlocutores/mediadores con el poder. Por otro lado, considera la necesidad de un voto igual y coherente al peso de cada ciudadano. Defendiendo, así, que ningún miembro de la comunidad posea un peso político mayor al de otro; asegurando que la capacidad de decisión de un elector no varíe en función de la circunscripción en la que se encuentre, de la fortuna que posea o de los estudios que haya cursado. En España, por ejemplo, el voto a Cortes Generales de un soriano vale 5 veces más que el de un barcelonés. En tercer lugar, la ciudadanía (organizada) debe poseer la capacidad de conocer las leyes, valorarlas y proponer alternativas constructivas. Otro aspecto fundamental radica en la confección de la agenda política, que según Dahl, debe elaborarse a partir de las demandas existentes en la sociedad civil y trasladarse a las esferas de decisión para que los temas discutidos por gobiernos y parlamentos sean los deseados por todos. En último lugar, se sitúa la ciudadanía inclusiva o, en otras palabras, que todos aquellos integrantes de la sociedad, cuando sean miembros formales y activos de la misma, sean considerados ciudadanos de pleno derecho.

Visto el apartado anterior, los partidos políticos constituyen el engranaje principal de toda participación política liberal. Como instrumentos que son, sirven a la ciudadanía para expresar sus preferencias y actitudes frente a las acciones del Estado. Por ende, no sería una barbaridad calificar a los partidos como aquellos inevitables intermediarios entre la voluntad popular y el Estado. No obstante, cómo medir la salud de un sistema de partidos suscita algunas dificultades. Por ejemplo, para algunos autores como Sartori y Duverger, la salud de un sistema democrático ha de ser entendida en términos de estabilidad, lo cual es muy aristotélico pero no unánime, y, por tanto, cuantos menos partidos -siempre más de uno- dominen el arco parlamentario, muchísimo mejor. Para otros como Chasquetti y Lijphart, la fortaleza y valor de un sistema de partidos no tiene nada que ver con la estabilidad sino con la representatividad. Así, los regímenes políticos más estables son aquellos de partido único, pero no por ello son sistemas éticamente correctos ni garantizan el éxito, o la supervivencia, a largo plazo. Si seguimos la definición de democracia dada con anterioridad, resultará forzoso contemplar un sistema político multipartidista que guarezca, al menos formalmente, la representatividad de la población y el consenso en la elaboración de la legislación. En los estados democráticos de derecho, los sistemas bipartidistas van ligados a una débil diferenciación ideológica entre ambos partidos, lo cual produce una progresiva desafección política entre aquellos ciudadanos más polarizados y, en consecuencia, menos representados. Las etapas de crisis acentúan los defectos de estos modelos, ya que los problemas materiales agudizan la búsqueda de soluciones y se abandona el relativismo post-materialista propio de las épocas de bonanza.

De igual manera, en una sociedad democrática los partidos políticos deberán ser instrumentos, y no fines particulares, para la expresión civil y la modificación de las conductas del Estado. Ello significa que será obligado dotarlos de mecanismos para la satisfacción de las bases y la elección de los más aptos para su control. Empero, el día a día de la política española y europea nos enseña cómo los líderes políticos y las cúpulas dirigentes no proceden de las bases sino del mismísimo aparato, gestándose una muy imperfecta fórmula para el desarrollo de la democracia interna. ¿Si los dirigentes son propuestos por otros dirigentes, a quién rinden cuentas? La respuesta obvia es: a la militancia, desde luego no. Para corregir esta situación el Estado debe mejorar la legislación existente sobre partidos, proporcionándoles independencia económica y estipulando procedimientos internos, de carácter estándar y obligatorio, para la participación efectiva. Dichas normas deberán asegurar altos cargos libres, electos y ajenos al aparato. Para lograrlo existen muchas estrategias pero, en cualquier caso, se deberá cumplir con los siguientes requisitos: Primarias periódicas, para que ningún candidato pueda perpetuarse en el cargo. Libre concurrencia a las primarias, y por supuesto, sin necesidad de avales para presentarse. Revocabilidad de los cargos mediante moción. Rendición de cuentas periódica hacia los afiliados. Facilidad para la reforma estatutaria. Límites salariales e imposibilidad para la acumulación de cargos dentro de la organización.

En definitiva, si queremos países democráticos necesitamos de muchos partidos políticos y, además, que estos sean limpios y con un funcionamiento similar al del régimen en el que quieren desarrollar su actividad. De lo contrario, obtendremos una democracia de muy baja intensidad que no logrará contentar a la inmensa mayoría de los electores y fallará éticamente a sus principios fundacionales. La Democracia nació para ser soñada, difícilmente podrá ser vivida. Aspirar a lograrla, luchar por conseguirla, nos hará felices y nos ayudará a convivir en mayor armonía pero, jamás nos dará un respiro ni podremos dejar de avanzar tras ella.

 Autor: Daniel Elícegui, estudiant de Ciències Polítiques i de l’Administració a la Universitat Pompeu Fabra