Hace exactamente un año apareció el movimiento indignado. Sacó a miles de personas a la calle, bajo proclamas que eran compartidas por una mayoría de todos los colores. Las principales consignas de aquellas movilizaciones eran a favor de una mejor democracia: menos corrupción y más representatividad. Lo que vino a llamarse “consenso de mínimos”, una regeneración democrática. Un año – y una recesión – después, el movimiento ha tomado un cáliz claramente asambleario, tras la guerra entre reformistas y revolucionarios. Ahora quieren más democracia – los políticos no les representan – para que todo esté supeditado a la decisión del pueblo. Quieren que Sol o Plaça Catalunya sean las Ekklesías modernas.
Pero esos tiempos no volverán. Decía el pensador francés Benjamin Constant que la libertad de los antiguos no es comparable a la de los modernos. Para los antiguos la libertad es la supeditación de todas las esferas de la vida a la política, con la consecuente participación en la misma. La libertad era la democracia directa. Algo que solo fue posible en las pequeñas polis, donde una élite – varones mayores de 30 años, un 10% de la población – disfrutaba, gracias a la actividad belicosa de la ciudad, del tiempo y los recursos necesarios para dedicarse enteramente a la vida pública. En contraposición, para los modernos la libertad son los derechos civiles, de los que a su vez se deriva la libertad política. Debido a la primacía de la vida privada sobre la pública, hemos tenido que crear el mecanismo de la democracia representativa para que todos podamos participar. Porque es imposible conjugar libertad antigua con libertad moderna, algo que los propios indignados han sufrido.
Con el establecimiento de las asambleas como órganos decisorios, y bajo la supuesta horizontalidad, algunos han conseguido hacerse con parte del movimiento. Son aquellos que más tiempo tienen y dedican los únicos que hacen política. Una concepción profundamente elitista de lo que debe ser la democracia. La historia es un bucle. Pero Constant rompe una lanza a favor del movimiento indignado. A su parecer el gran error en el que podemos caer con la libertad moderna – la individualista – es dejar de lado la política. Se pueden decir muchas cosas del 15-M, pero es innegable que ha despertado la conciencia política de gran parte de la ciudadanía. Y es aquí donde quería llegar. Para el pensador francés la democracia no es la simple elección periódica de representantes, sino ante todo la cuidadosa supervisión y vigilancia de los mismos. Con sus lógicos instrumentos: listas desbloqueadas, comunicación directa, revocación de mandato etc.
Porque, prosigue Constant, los depositarios del poder querrán evitarnos dolores de cabeza; para qué preocuparnos de la política si para eso ya están ellos. El movimiento indignado en su conjunto debe ser un toque de atención para los partidos. Por muy correcta que sea nuestra democracia, debe ante todo ser legítima. Lo que pasa por ser realmente representativa. Parece una obviedad, pero a la que los partidos catalanes parecen no darle mucha importancia. Porque no tener Ley Electoral treinta años después demuestra cuales han sido las prioridades. Sin dejar de recordar lo alejados de la sociedad que están los partidos como institución, algo que tiene mucho que ver en el “no nos representan”. Pero eso merece capítulo aparte.
Después llegan los lamentos ante situaciones como las de Grecia, o el avance de Le Pen en Francia. Pero que no hay que preocuparse, que eso aquí nunca pasará. Nos dirán que lo primordial en nuestra situación es salvar el sistema. Lo triste es que para entonces nadie creerá en él.