En toda conversación en torno al debate de las drogas, suele aparecer el temor de aquellos que se oponen a la libertad de uso y disfrute del propio cuerpo, de que la legalización de las drogas conllevaría una degradación tal de la sociedad, que ésta se convertiría en una suerte de Sodoma y Gomorra. Afirman los incrédulos de la responsabilidad personal, que si las drogas ya causan estragos estando perseguidas, los daños existiendo libertad serían dramáticos. Las famosas externalidades negativas.

Incluso aventuran a soltar frases lapidarias del estilo “la gente se drogaría por la calle” – como si ello no ocurriera ya – o “todo el mundo sería un yonki”, ignorando que estudios de la ONU sostienen que solo uno de cada diez consumidores responde a la imagen estereotipada del consumidor que películas como Trainspotting nos han querido vender. Las drogas no matan, lo hace el abuso. Basta conocer que en España la tasa de mortandad atribuible al alcohol es de 46,2 por cada 100.000 habitantes, mientras que las drogas se anotan 8,9 por cada 100.000 habitantes.

Los romanos, que llegaron a todo antes que nosotros, eran ya conscientes de este tipo de datos. Por ello no debe resultar sorprendente que solo se permitía beber a hombres mayores de treinta años, y que la cuestión del alcoholismo fuera una de las grandes preocupaciones de las autoridades. En contraposición, no hay constancia de que el consumo de drogas – no, las drogas no se inventaron en los sesentas – alterara el orden público. Y eso que los romanos eran muy dados al consumo de Opio, la droga de la época. Basta saber que hacia el año 312 existían en la ciudad eterna 793 establecimientos que vendían opiáceos, suponiendo el 15% de la recaudación del fisco – ¿Cuántos ajustes nos ahorraríamos, eh? -.  Como curiosidad,  en latín no existe expresión equivalente a drogadicto o “opinómano”, si bien hay al menos una docena de palabras para designar al alcohólico.

Pese a ello, no estoy al tanto de ninguna campaña para prohibir la cerveza en el bar, quizás porque ya se intentó y fue un completo desastre: “En realidad, no he sido otra cosa que un hombre de negocios. Durante la Ley Seca nos dedicábamos a satisfacer una demanda, eso es todo: defendíamos el libre comercio en medio de la amenaza bolchevique” (Al Capone).

Ahí está el quid de la cuestión: la demanda. Y cuando hay demanda, hay oferta. Querer moldear la realidad a base de leyes para crear un paraíso que solo habita en la moralina de ciertas personas, puede acabar convirtiendo la realidad en un infierno. Hemos externalizado la cuestión de las drogas, las hemos querido arrinconar allá donde no puedan mancillar la imagen de nuestra perfecta sociedad: barrios marginales y países en desarrollo. El miedo de algunos a la soberanía personal y el disfrute basado en el autocontrol, es el responsable de las más de 40.000 muertes en México desde 2006 o que países como Guatemala se hayan convertido en Narco-Estados, condenando a su población a la miseria absoluta.

Esta semana nos hemos encontrado con una sorprendente noticia. Tras diez años de descriminalización del consumo de drogas, Portugal ha reducido a la mitad el número de adictos considerados problemáticos, y su índice de consumo se encuentra entre los más bajos del continente. Espero que la evidencia empírica ablande el frontón en que se han convertido los que se oponen a que las drogas – y las personas – sean libres. Deben empezar a comprender que la actual situación en torno a las drogas  es consecuencia de la política prohibicionista.

En 1925, el medico Americano Schless publicó: “La Ley Harrison

[primera ley prohibicionista] creó al traficante de drogas, y el traficante crea adictos”