Todo momento de crisis ha sido, históricamente, fecundo en nuevas teorías, una especie de factoría de ideas, una suerte de concurrido escenario en el que una multitud de intelectuales intenta explicar porque un sistema se ha colapsado y que alternativas podrían mejorar lo que se conocía hasta entonces.
En la actual crisis también podemos apreciar una inquietud palpable y muchas son las voces que proponen cambios estructurales en nuestra sociedad.
Algunas de esas voces, provenientes de sectores liberales más o menos identificados con el actual estado de las cosas, proponen un modelo donde el individuo se responsabilice totalmente de su destino y acuda a su propio esfuerzo, y no al Estado, cuando las cosas se tuerzan.

La punta de lanza de dicho argumentario, suele ser la supresión de la mayoría de los impuestos. Pues ¿quién es el Estado para decidir qué gastos beneficiarían más al individuo? Y, aún más ¿qué legitimidad tiene el Estado para obligar a alguien a ceder parte del patrimonio que ha acumulado con su esfuerzo?
Sin embargo, estos adalides de la libertad individual olvidan en sus acometidas que nuestro ordenamiento jurídico contiene otros preceptos que también vulneran la libertad individual, aunque no ataquen el bolsillo.

Un claro ejemplo lo encontramos en el artículo 195 del Código Penal que tipifica como delito la omisión del deber de socorro. En pocas palabras, se castiga a quien no socorra a una persona desamparada cuando pudiera hacerlo sin riesgo propio. ¿No supone esta norma imperativa una vulneración de la libertad? Sí, sin duda. Entonces, ¿por qué no oímos a eminentes liberales manifestarse contra ella? ¿Por qué no vemos hashtags en twitter que pidan la supresión de esta gran afrenta contra la libertad? Pues porque los mismos que no necesitan un Estado del bienestar, sí necesitan esa norma.
Por más poder o patrimonio que se tenga, todo el mundo es susceptible de sufrir un accidente de tráfico o de ahogarse en una piscina y, en tales circunstancias, incluso los liberales más radicales confían más en el efecto coactivo de una norma penal que en la libre solidaridad humana.
Si consideramos que el eventual riesgo para la vida bien merece esta vulneración de la libertad ¿por qué no aceptamos lo mismo sobre los impuestos?
Los impuestos no son el filo mortífero de la tiranía del Estado, sino que deberían ser uno de los elementos vertebradores de la conciencia social en tanto que aceptamos que el mundo no siempre es justo y que tenemos en nuestra mano la posibilidad de corregir una parte de esa injusticia.

Durante estos años de crisis hemos leído y oído cientos de veces que esta es una crisis de valores, que necesitamos que todos los ciudadanos se sientan vinculados con las instituciones y con la sociedad. ¿Cómo vamos a generar esa vinculación si amparándonos en algo tan puro como la libertad, erradicamos todo rastro de empatía y compromiso (que implica obligación) con el otro?
El deber de socorrer impuesto por el 195 del Código Penal se fundamenta en el simple conocimiento de que una persona se halla desamparada. ¿Quién salvo el que pretenda eludir dicho deber –que debería ser antes ético que legal- puede sentirse atacado por este artículo aún cuando vulnere su libertad? Del mismo modo, en una sociedad formada y empática ¿qué persona acaudalada puede sentirse ofendida por retornar a la sociedad una parte de lo que ésta le ha aportado? La posible respuesta: Quien pretende defender la libertad, el derecho a actuar en conciencia y no por coacción.

Es posible que así sea. Pero si tiramos del hilo de esa argumentación y buscamos a la persona que se beneficiaría de su puesta en práctica, puede que nos volvamos un poco más escépticos con los paladines de la libertad.