El consumo de sustancias psicoactivas es una constante en la humanidad desde el principio de los tiempos. En el transcurrir de la historia han ido variando las razones de su consumo, que han abarcado desde rituales religiosos hasta la simple búsqueda del placer hedonista. Lo que no ha cambiado ha sido el uso de las drogas como parte del proceso de socialización, entre las que destaca por antonomasia el alcohol, especialmente la cerveza y el vino.

La hipocresía de permitir ciertas drogas frente a la liberticida prohibición de otras, responde a una visión paternalista de la política y la creencia en un Estado que debe proteger al ciudadano de sí mismo. Esto se ve reflejado en la actual legislación, que pretende legislar una cuestión que no tiene víctimas. No existen culpables que agredan o coarten las libertades y derechos de un tercero, por lo que no hay crimen que reprimir. Parafraseando a J.S Mill, no hay ningún momento en que el consumidor – y vendedor  –  de estupefacientes pisen la esfera de libertad del otro. El uso soberano del propio cuerpo no debería entrar dentro de la jurisdicción del Estado, por mucho que ese comportamiento pueda considerarse perjudicial para el propio ciudadano.

Por eso mismo, es necesario notar la contradicción en la que incurren los abanderados de la guerra contra las drogas. No se les pasa por la cabeza la prohibición de una sustancia, alcohol, que es el causante del 46% de los homicidios y del 25% de los suicidios. Sí fueran consecuentes con su manera de pensar este problema, creer que el consumo si afecta negativamente a terceros y por ello es necesario acciones punitivas, pedirían la ilegalización del tabaco y el alcohol. Resulta curioso bucear en las hemerotecas, que ya señalaban la indignación por el aumento del consumo de drogas tales como el hachís o la heroína, cuando España ha sido, y sigue siendo, un país con las tasas de consumo y un número de alcohólicos más altos del mundo.

Se suele esgrimir que el problema de las drogas es un problema de salud pública, y que por ello se justifica el recorte de libertades personales en pos del interés general, para poder conseguir una sociedad más sana. Ante este tipo de argumentación, conviene recordar las palabras del senador impulsor de la famosísima, sobre todo por lo erróneo de la misma, Ley Seca americana. Tras la aprobación de la ley Volstead, en honor al senador, éste dijo: “El demonio de la bebida hace testamento. Se inicia una era de ideas claras y limpios modales. Los barrios bajos serán pronto cosa del pasado. Las cárceles y correccionales quedarán vacíos; los transformaremos en graneros y fábricas. Todos los hombres volverán a caminar erguidos, sonreirán todas las mujeres y reirán todos los niños. Se cerraron para siempre las puertas del infierno.” Pero más al contrario, lo que sucedió es que toda la demanda de alcohol se derivó hacia el mercado negro, monopolizado por Al Cappone y sus secuaces. Estos gánsteres adulteraban el alcohol para aumentar sus beneficios, y como tras la ley desaparecieron los controles legales de calidad, se produjo una oleada de intoxicaciones, creando un verdadero problema de salud pública. La historia nos ha demostrado que las externalidades negativas para la sociedad – que haberlas, haylas – del consumo de drogas no desaparecen a golpe de prohibición, ya que la demanda sigue latente, y donde hay demanda existirá oferta.

Asimismo, es necesario saber que el mayor problema de salud pública es el tabaquismo, una de las principales causas de muerte en nuestro país, y que canibaliza gran parte de los fondos destinados a la Salud. Puede que sea esa una de las razones por la que nadie se planeta su ilegalización, ya que los impuestos del tabaco (unos 10.000 millones) duplica el gasto médico derivado de su consumo (unos 5.000 millones). Volviendo al ejemplo histórico de la Ley Seca, fue precisamente a causa de la Gran Depresión, que el presidente Roosevelt decidió suprimirla para aumentar la recaudación y dinamizar la economía americana con un sector productivo nuevamente legal.

En los últimos tiempos, los defensores de la actual política prohibicionista dicen defender la libertad de los adictos. Consideran que una legalización supondría un aumento de los drogodependientes, algo totalmente erróneo a tenor de los resultados de diversas experiencias liberalizadoras, y que ello supone coartar la libertad del individuo. Desde su punto de vista, un adicto no es consciente de sus actos, pierde la voluntad. Por ello conviene hacer unas aclaraciones sobre la libertad, ya que cometen un error en términos, al considerar la libertad como un absoluto. Pero la libertad solo tiene sentido en la órbita de las decisiones personales y soberanas, y esas decisiones se enmarcan dentro de unos márgenes que las condicionan. Es decir, la decisión de empezar a consumir es libre y soberana, y que la misma pueda derivar en una adicción no invalida que la decisión se haya tomado en libertad. Justamente, la prohibición impide que pueda experimentarse con el consumo en procesos de socialización, que ha sido históricamente la manera de aprender a hacer un uso responsable de las drogas que minimice la posibilidad de adicción. Todos hemos tomado la primera copa de vino con la familia.