El sueño de Luís Buñuel se articulaba mediante el corte que una nube hacía en la Luna. El astro quedaba súbitamente partido en dos y, curiosamente, no eran sino los ojos de una mujer los que finalmente eran rajados con una cuchilla. Una imagen horripilante para algunos. La misma sensación que seguramente tuvieron algunos tras conocer los resultados de las últimas elecciones en Andalucía. Si allí aún quedaba cualquier rastro de un perro andaluz, ayer se vivió la irrupción de un lobo andaluz. Vox, un partido de extrema derecha –como ellos afirman sin pudores –emerge contra pronóstico. No es un hecho aislado, se va a generalizar. No es puntual, ha llegado para quedarse. Y a todos los hechos no podemos obviar la obviedad: España, que había sido el reducto adversus extremism de Europa, ya forma parte también del amplio nuevo club donde la ultraderecha emerge sin menospreciar su poder.

Hay, pero, una cuestión que se ha mencionado y que resuena como un ligero eco entre los montículos morales de la izquierda y la identidad impertérrita del centro derecha: ¿debemos, viviendo en una democracia sedimentada en la tolerancia mutua y el respeto comunitario, tolerar a los intolerantes? Karl Popper se levantaría de la silla y hablaría sin tapujos: ¡Por supuesto que no! No hay nada, ni siquiera los sedimentos de la propia democracia, que nos impida ser tolerantes con quienes vulneran nuestros propios derechos y libertades. Para que haya un grado máximo de libertad y tolerancia, debe existir algo de intolerancia lo que, paradójicamente, nos vuelve intolerantes. Esta curiosa teoría, bajo mi humilde parecer, no solamente es totalmente errónea, sino que, en su práctica, sería la mejor forma de blanquear la acción de los intolerantes.

Vayamos por partes.

¿Qué significa ser intolerante? La sociedad civil ha creado una serie de leyes para protegernos de nosotros mismos –Hobbes no iba mal encaminado –y garantizar nuestra seguridad y unos derechos inalienables e innatos –aunque Rousseau tampoco –. Estos derechos persisten inalterables gracias al consenso general que brinda la voluntad general –que no la de la mayoría –y les da legitimidad. Son los derechos de todos, y los hemos almacenado en la mejor ánfora que los individuos de una sociedad pudiesen encontrar: la democracia. La democracia es ese sistema que permite la continuidad de todos esos conceptos mencionados anteriormente y que garantiza la tolerancia y el respeto de toda la comunidad y de todos los individuos que la conforman.

Hay un momento, pero, en el que ciertos individuos no están conformes con la deriva de este sistema. No es solamente que quieran cambiar la ley, sino que su deseo es saltarse el consenso mutuo e imponer su propia visión de la realidad de forma totalmente arbitraria. Sería difícil imaginar que, en un supuesto sistema tan perfecto como el de la democracia, pudiese existir tal opción política. Pero el declive del sistema –es inevitable permanecer inalterable a la erosión del tiempo –impulsa su apoyo, en el que los individuos ven una solución factible, real y fácil a los posibles conflictos que acabarían con su libertad, seguridad e integridad. Aunque contradictorio, es un hecho. La intolerancia, por tanto, sería el acto por el cual uno o varios individuos, no necesariamente organizados –pues la intolerancia no viene sola y específicamente de grupúsculos políticos organizados y con estructura –decide imponer su verdad sin respetar los derechos innatos, inalienables o derivados de la sociedad civil de los individuos que conforma una comunidad, rompiendo su ley y construyendo una nueva moral que quieren someter de forma arbitraria.

Aclarado este concepto nos sobreviene otra pregunta ¿Qué significa ser intolerante con un intolerante? Si las premisas expuestas son claras, los individuos que –con buenas intenciones –deciden abrazar la intolerancia para defenderse de los intolerantes, incurren en la acción de saltarse la propia ley, los propios derechos, libertades y seguridades, la construcción del respeto comunitario y de la tolerancia mutua, para acabar con el Lobo creciente. No es solamente que se conviertan en intolerantes también. El problema principal es que justifican, a pesar de desear todo lo contrario, las acciones de los propios intolerantes. ¿Bajo qué argumento se puede defender eso? ¿Cómo podemos defender la tolerancia y el respeto, los derechos, libertades y seguridades que garantizan la Ley, si vulneramos todas y cada una de estas premisas? No tolerar a los intolerantes no vale para detenerlos, solamente sirve para blanquearlos.

En Cómo mueren las democracias, un ensayo fantástico de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, se explica cómo en el seno del crecimiento de despotismos políticos y su llegada al poder, las oposiciones tienen dos opciones: o bien ejercen una lucha encarnizada, fuera de la ley, de la moral y de la libertad para devolver la democracia usurpada a la sociedad o, por otro lado, combaten desde la ley –luchar desde la ley como en la muralla–y la tolerancia, apartándolos democráticamente de la esfera pública y marginando a los extremos intolerantes de la capacidad de decisión-making agenda setting. Así, en las comunidades en que la oposición fue intolerante con los intolerantes, los segundos se vieron reforzados, consolidando su poder y usurpando cualquier libertad o derecho a la ciudadanía. En cambio, en las sociedades en que la oposición luchó desde la ley y la tolerancia, marginando y relegando poco a poco a los despóticos fuera de las instituciones y las esferas de poder, acabaron recuperando la democracia.

En Andalucía –y seguramente en el resto del país –el despotismo y la intolerancia crece, y el marco político cambia de una forma no antes vista. Por un lado, el centro derecha se está quedando como un espacio vacío en el que algún que otro partido podría encontrar votantes, aunque los extremos descarnados siempre son muy tentativos. La poca responsabilidad política que desprende su existencia da alas a los partidos próximos al décimo nivel ideológico. La izquierda –muy culpable de la situación, aunque quiera excusarse –parece vivir en la confusión y la miopía permanente. No solo no entiende la realidad política nacional y habla desde premisas construidas por la propia derecha –muy peligroso para ella –sino que incluso, sobre su montaña moral, se atreve a despreciar a los abstencionistas y votantes –muchos de ellos seguramente antiguos electores suyos –que ven en la extrema derecha una oportunidad para apuntalar una seguridad, unos derechos y una libertad que ven en peligro; oportunidad que no ven que la izquierda les pueda brindar. Y aunque eso sea también una contrariedad, es un hecho a tener en cuenta.

Imatge del curtmetratge “Un perro andaluz”

No afirmo, en ningún caso, que debamos sonreír a la intolerancia y dejarla pasar por la puerta de honor como si se tratara de Víctor Manuel III. Lo que se debe hacer es tomar responsabilidad política y democrática y relegar, siempre desde la ley, la moral tolerante y la libertad, al despotismo político a las esferas marginales del poder, sin capacidad de acción o de decisión. Demostrar que los propios principios sobre los que se sustenta la democracia pueden defenderla del extremismo, pues no valdría la pena sostener un sistema de respeto y tolerancia que no puede usar esas premisas –su propia naturaleza –a su favor para sostenerse. Es necesario no caer en la tentativa de alimentar al lobo con su propio ser, pues el resultado sería devastador.

La intolerancia solamente crea más intolerancia, y la realidad que muchos temíamos se ha hecho presente. El lobo andaluz ha llegado para quedarse. Es una obviedad. Pero bajo la conciencia discursiva de la tolerancia y el respeto, los derechos inalienables, innatos o derivados de la sociedad civil, la libertad, la moral democrática y la responsabilidad política, puede que su presencia resulte más efímera de lo que habíamos creído. Tan efímera como el paso de una nube sobre la Luna.


Jonás Corrons Martí, estudiant de 3r de Ciències Polítiques i de l’Administració a la Universitat Pompeu Fabra. Membre de deba-t.org des de l’abril de 2018.