Hará unas semanas presentaba en un artículo las exigencias propias de la democracia liberal hacia los partidos políticos que, sin ánimo de agotar todo el idealismo contenido en la palabra Democracia, sí constituyen junto con otros elementos los cimientos de dicho sistema. En este texto me gustaría profundizar en otro de los aspectos esenciales de cualquier sistema político democrático: el voto. Dado que analizar este asunto puede resultar algo amplio, y me gustaría tratarlo normativamente, partiré de la premisa de que el voto obligatorio es socialmente positivo mientras que el voto no forzado, o entendido exclusivamente como un derecho individual al que es posible renunciar, contribuye negativamente a la toma de decisiones respetuosas con la colectividad.

El estado liberal clásico, producto de las primeras revoluciones burguesas y propio de los siglos XVIII, XIX y XX -según el país-, afortunadamente ha abandonado progresivamente sus características clasistas y restrictoras de los derechos políticos hasta convertirse, en el mundo occidental, en un estado democrático y de derecho que garantiza un acceso libre e igual para todos los ciudadanos. No obstante, que muchas de sus características hayan sido abandonadas no implica que no queden todavía secuelas de otros momentos históricos. El carácter no obligatorio del voto es una de ellas. Para verlo más claramente puede ser útil recurrir a un enfoque sociológico, concretamente al concepto de función social de Robert Merton. Para este autor las acciones sociales -aquí las traduciremos como políticas- cumplen un papel dentro de un sistema dado en la medida que son coherentes con el marco contextual, pudiendo clasificarse como funcionales (coherentes) o disfuncionales( incoherentes); por ejemplo, si la acción ideal de los tribunales es la de aplicar las leyes entenderemos que un juez incapaz de aplicarlas correctamente es disfuncional y viceversa, en caso de que sí lo haga. Buscando otro ejemplo y yendo un poco más lejos, podríamos observar cómo el expansionismo territorial del Imperio Romano fue funcional para su economía, siendo su estancamiento espacial una de las causas primarias de su desmoronamiento. Así mismo, trasladando esta lógica al hecho de ir a votar, esta es una acción social que cumple con unas funciones determinadas dentro de la estructura política. De esta manera, la función del voto siempre estará en relación con el sistema en que se encuentre y no podrá ser entendida como un elemento díscolo o errático, independiente del marco sociopolítico en que se halle. Mismamente, en las primeras etapas del Capitalismo, el voto se encontraba profundamente restringido, sólo un reducido porcentaje de la población tenía derecho a votar; el criterio escogido generalmente era el de la renta aunque también se uso el grado de alfabetización y, en ocasiones, una mezcla de ambos. Por tanto, si seguimos a Merton, el voto en esta época sería totalmente funcional porque permitiría la expresión de las élites en igualdad y relegaría a un segundo plano al resto de los miembros de la sociedad, cumpliéndose así con los valores y principios de la óptica burguesa: el uso instrumental del Estado. La lógica subyacente obligaba a limitar el acceso puesto que, de no hacerlo, el poder político podía dejar de estar en manos de al élite dominante cuyos intereses, no sólo económicos sino también políticos, podían correr peligro. Con el paso del tiempo, las luchas obreras, la extensión de la alfabetización y las reivindicaciones sociales hicieron imposible el mantenimiento de esas condiciones iniciales del sistema capitalista y las élites aparentemente claudicaron, permitiendo paulatinamente la extensión del sufragio. Empero, los principios de un sistema democrático no son los mismos que los de un sistema liberal existiendo, en consecuencia, una disfuncionalidad en el derecho al voto, encontrándose en la mayoría de países contemporáneos desactualizado.

En el modelo liberal clásico, el Estado sirve a unos pocos individuos y funciona como una máquina de control social, asumiéndose que puede imponer su voluntad aún sin contar con el apoyo de todos los miembros de la sociedad, mientras que en el modelo democrático el Estado actúa por igual ante cualquier ciudadano, sin excepción, y no para el control social sino para el orden social, preservando sólo los intereses individuales en la medida que se ajusten al beneficio colectivo. En este sentido, el voto no obligatorio debilita al Estado democrático puesto que inhabilita su definición, aceptando que la voluntad de unos ciudadanos pueda imponerse sobre otros que no han expresado opinión alguna. En esta línea, cabe preguntarse si es legitimo que un Presidente de los Estados Unidos tenga derecho a gobernar con tan sólo un 25% de los votos totales posibles, como ha sucedido no pocas veces, o si una ley puede ser aprobada por referéndum con una participación menor al 50%, como sucede habitualmente en Suiza. Ambos países son tomados comunmente como paradigmas del buenhacer democrático lo cual no es impedimento para afirmar que detrás de una baja participación se encuentra la sombra de la tiranía.

En cualquier caso, la solución para hacer funcional el voto en Democracia pasa por atribuirle obligatoriedad, evitando que la ciudadanía eluda sus responsabilidades políticas en relación a las acciones del Estado a la par que se garantiza la legimitad del sistema eliminando la posibilidad de que alguien decida por otro. Vale la pena recordar que el derecho al voto no es un derecho natural del individuo sino un privilegio social, es una potestad que otorga la comunidad constituida a las partes que la conforman. Es una pieza más, como diría Rousseau, de la libertad civil en la que el ser humano se encuentra cuando vive en comunidad, la cual a diferencia de la libertad absoluta debe ir acorde con el interés general. Bajo este prisma, la abstención es una actitud antisocial y disfuncional con consecuencias negativas para la totalidad del grupo, siendo siempre deseable e imprescindible su corrección.

Autor: Daniel Elícegui, estudiant de Ciències Polítiques i de l’Administració a la Universitat Pompeu Fabra